viernes, 2 de noviembre de 2007

La Alemana Engrillada.

En el Barquisimeto de ayer existía un mercado mayorista que quedaba en el casco central de la ciudad el cual abarcaba unas doce manzanas en donde se negociaban diariamente los productos que venían de los llanos y los andes en ruta para otras partes del país. “El Mercado del Manteco” era un lugar pestilente y peligroso, hogar para un incontable número de burdeles y botiquines donde los comerciantes llevaban a cabo sus negocios y donde los caleteros y choferes conseguían siempre algo más de lo que andaban buscando. Sus calles estaban repletas de camiones estacionados, las aceras bullían con gente caminando de un lado a otro en sus quehaceres; vendiendo papas, llevando guacales de tomates, cargando sacos de cebollas en los 750, muchachos vendiendo empanadas y ancianos con termos de café y chocolate. Todos con los zapatos sucios de sortear los pozos de agua con restos de legumbres. Todos apurados, todos con cuidado. Los comerciantes del manteco eran hombres de diferentes vidas; había criollos, canarios, portugueses, gordos, flacos, morenos y catires; eso sí, todos eran groseros, borrachos y puteros pero hábiles para el negocio y con los bolsillos llenos de billetes. Uno no conocía sus familias, eran generalmente solitarios, solo unos pocos tenían pareja e hijos conocidos pero cualquiera que fuera el caso, siempre vivían dentro del negocio.

Allí me crié yo, allí nací. El mercado siempre fue peligroso y cada vez que salía a la calle con mi abuela, sentía como su mano agarraba mi muñeca fuertemente hasta que llegábamos a la avenida El Comercio, hoy Av. 20 o a la Avenida Venezuela; una vez allí aquella llave de tranca se convertía en una tierna y cariñosa caricia que agarraba ahora la palma de mi mano. De vuelta, al acercarnos de nuevo a la calle El Carmen hoy Carrera 23, el agarre de mi abuela cambiaba otra vez no se si a mi favor o en mi contra; no se si por el cruzar de calles o por la pestilencia que se incrementaba. La sensación de seguridad no llegaba al ver la casa de mi abuela sino al dejar el largo zaguán y cerrar la puerta. Atrás quedaba el ruido y el peligro aunque todavía manteníamos los aromas. La casa de mi abuela tenía dos patios interiores y un largo y angosto solar con árboles y arbustos, gallinas y jaulas de pájaros de todos tipos y colores. En ese solar el mundo cambiaba, ese era mi lugar de sueños, allí de niño planifiqué mi vida, mis viajes y los nombres de mis hijos. Encima del mamón macho monté una caja de madera y tuve la casa sobre un árbol con la que mucha gente sueña. De allí solo bajaba cuando oscurecía; allí estaba en otro lugar y me imagino que mi abuela se sentía segura teniendo el muchacho en el solar en vez de estar pendiente de la calle, del manteco.

Mi abuela era una mujer muy atrevida; era comerciante, tenía una quincalla en un localcito comercial en la parte delantera de la casa. Allí vendía jabones, juguetes, sobres, sombreros, hacía y vendía ropa y otras mercancías. Ella era una mujer de campo, hija de gente de campo por varias generaciones. Sin embargo ni los años en su Chejendé natal, ni los años viviendo en Los Yabos, ni los años de su ascendencia en el campo acortaron su visión ni su voluntad. Mi abuela viajó por Perú, Chile, Curazao, Colombia y Argentina en donde estuvo bastante tiempo visitando a mi papá cuando él estuvo allí estudiando. Su amor no tuvo medida, pero su voluntad tampoco y su concepción del bien y el mal estaba muy demarcada y se hacia presente hasta en un apretar de manos.

Una vez subido yo en el mamón macho, en las ramas más arriba de la casita, oí un sollozo que venía de detrás de la pared de al lado. Este ruido lo oí varias veces sin hacerle caso. Al lado había una venta de vegetales al mayor que era de un canario llamado Mario un catire él de muy pocas palabras, pero muy vulgares generalmente. Yo sabía quien era Mario, pero no lo conocía como de hecho no conocía a nadie en el manteco, mi abuela no me dejaba. Como los sollozos siguieron, un buen día bajé del árbol y me subí a la pared con una escalera grande que tenía mi abuela para agarrar las guanábanas antes de que se cayeran y se echaran a perder. Logré alzar la cabeza por encima de la pared y ver por primera vez en mi vida una mujer desnuda. Me dio tanto miedo de que me viera que bajé inmediatamente. Después la curiosidad me obligó a subir de nuevo, esta vez con mas calma, pero más decidido. Cuando logré sacar la cabeza de nuevo, ví todo con más detalle. La mujer si estaba desnuda, pero estaba toda sucia y despeinada también. Era una flaca catira como de unos 26 años y había unos niñitos con ella un varón como de unos 4 y una hembrita en brazos; desnudos ellos también. La escena me causó impresión y aún más curiosidad. ¿Quién era esa gente? ¿Qué hacía allí? ¿Por qué estaban desnudos? ¿Quién era el que lloraba? La que lloraba era ella, la catira. Allí me di cuenta de algo más; la mujer estaba amarrada con una cadena en una pierna trancada con un candado y la cadena soldada a unas cabillas que salían del suelo. La cadena como de tres metros la daban lo suficiente a la mujer para meterse debajo de un techito de zinc que sobresalía del local de al lado. Allí estaba la mujer parada cuando la ví por primera vez; desnuda, a la sombra del techito con la niñita en sus brazos, el varoncito estaba más lejos jugando de espaldas. Me bajé de la escalera y me metí en la casa a pensar en lo que había visto.

Al día siguiente como a las tres de la tarde me volví a subir en la escalera. La escena era la misma, pero esta vez la mujer me vio al tan solo asomar la cabeza. La mujer me habló con un tono buen pacito. Sus ojos me dijeron más que sus palabras porque no pude entender lo que decía; ella hablaba en otro idioma. La mujer dijo muchas cosas y movió las manos. Lo único que entendí fueron dos gestos que hizo. Apuntó para dentro del local y luego se llevó el dedo índice a los labios apuntando a su nariz. La mujer fue muy enfática en esto pues lo hizo varias veces. Lo otro que hizo fue juntar sus dedos y llevarlos a la boca varias veces; después se sobaba el estomago de manera circular. Ya esto era muy extraño. Bajé de la escalera y me fui directo a la quincalla. Allí conseguí a mi abuela parada frente al mostrador de vidrio atendiendo a una cliente. Cuando finalmente se fue la cliente, le confesé a mi abuela la travesura que había hecho. Que me había montado en la escalera y que había visto para el local de al lado por encima de la pared. Mi abuela inmutó, sus ojos me adelantaron lo que se me venia encima, pero no dijo nada, yo seguí hablando y le conté lo de la mujer y lo de las señas y de que no le entendí nada de lo que dijo. Mi abuela no dijo nada, dio la vuelta al mostrador y cerró las puertas del negocio. Se quedó pensativa un momento y luego salio al pasillo en dirección al solar por delante de mi. En ningún momento volteó a mirarme. Abrió la puerta del solar y solo cuando llegó al pie de la escalera volteó, me miro y me hizo el mismo ademán que me había hecho la mujer solo unos minutos. Me miró fijamente y se llevó el índice a los labios; fue menos expresiva pero igual de enfática. Eso también lo entendí. Una vez que subió la escalera y sobre la pared la oí hablando y después gesticulando. Duro allí un largo rato, luego bajó, y aunque estábamos dentro de la casa me agarró por la muñeca y me apretó como si estuviéramos saliendo a la calle y me sacó del solar a paso rápido y firme. Yo pensé que después de haber visto todo lo que yo había hecho finalmente llegaba la hora del reparo y que me daría mi buena pela como le dicen en Chejendé. Pero no fue así, una vez en la cocina, mi abuela me dijo que me sentara en la mesa de la cocina y que no me moviera de allí. Ella procedió a preparar algunas cosas que sacó de la nevera, hizo unas arepas, metió todo en los moldes de aluminio en donde ella hacía el quesillo. Tapó todo, lo metió en unas bolsas marrones de papel y estas dentro de un saco pequeño donde venían unas naranjas. Fue a la quincalla y trajo el mecatillo que usaba para amarrar la mercancía que vendía, amarró el saco en una punta y se fue de vuelta al solar, esta vez sola.

Duró mucho rato, pero volvió con la cara cambiada; ahora estaba mas tranquila, pero suspiraba mucho. Fue en eso momento, en la cocina cuando por fin me hablo. Me dijo que yo había hecho bien al decirle lo de la mujer desnuda. Cuando le pregunte si ella había hablado con la mujer me dijo que sí, pero que no le entendió nada de lo que dijo. Ya al día siguiente, y de ahí en adelante fue mi abuela sola la que liderizó las visitas al solar y las montadas en la escalera sobre la pared. Lo hacia dos veces diarias religiosamente. El mismo saco, el mismo método del mecatillo pero ya no había bolsas. La abuela bajaba el saco y en un momentito el saco regresaba con los mismos trastes, pero sin comida. Esto duró varios días y durante esos días comenzamos mi abuela y yo a salir bastante temprano en la mañana. Bajábamos por la carrera 23 hasta la calle 25 y allí doblábamos a la derecha, derechito hasta el edifico nacional unos días, otros tomábamos la calle 32 hasta un edificio al lado del Lisandro Alvarado, otras veces no recuerdo adonde, lo que si recuerdo es que ya la mano no aflojaba. Mi abuela asía mi muñeca de la misma forma todo el camino de ida y vuelta como si estuviéramos en el manteco.

Todo siguió igual hasta que un día llegó una gente a la quincalla y me abuela me metió en el cuarto y me dijo que no saliera. La ví pasando con la gente, unas personas bien vestidas y unos hombres en uniforme por el pasillo en ruta al solar. Duraron allí un tiempo y después regresaron. Mi abuela se quedó conmigo en el cuarto y después de eso nunca mas volvió a montarse en la escalera. Al día siguiente fuimos a un sitio, siempre a pie, esta vez por primera vez en semanas su mano volvió a tocar mi palma cuando pasamos la avenida veinte. En un edificio vimos a la mujer y a los dos niños que estaban vestidos esta vez. Mi abuela llevaba una bolsa con ropa, jabones cepillos de dientes y muchas otras cosas que había sacado de la quincalla. La mujer y mi abuela hablaron por mucho tiempo, horas. Solo que mi abuela le hablaba en español y la mujer hablaba en otro idioma. La dos hablaron mucho, la mujer lloraba a veces y a veces sonreía. Abrazaba a mi abuela y ponía su cabeza junto a la de ella sien con sien, cachete con cachete. A mi también me abrazó y me besó. Fue la primera vez que tuve para detallarla. Era muy catira, con ojos azules y dientes picados, muy flaca. Las visitas a este sitio las hicimos todas las tardes sin falta. Mi abuela siempre llevó una bolsa con regalos para ella o los niños. Como una semana después, cuando fuimos a visitarla conseguimos allí a una señora mayor muy bien vestida, recuerdo mucho que la señora vestía pantalones rosado claro y usaba collar y pulseras y tenia un peinado como de fiesta. La señora tenía a alguien que venia con ella que hablaba castellano. Fue la primera vez que mi abuela y la mujer pudieron hablarse entre ellas a través de un interprete, aunque ya se que ellas antes entendían muy bien. Sin embargo allí supimos la historia real de la mujer.

Resulta que el canario había estado en viviendo en Alemania antes de venirse a Venezuela. Allí conoció a esta muchacha y vinieron ambos a Venezuela como turistas. Una vez aquí el canario se quedó pero la mujer se quiso devolver a Alemania. En ese momento Mario, el canario la encerró en el patio del local y la engrilló para que no saliera. Allí la mujer tuvo dos hijos de Mario. Los parió sola y engrillada en el solar. La mujer vivió seis años en Venezuela, pero nunca aprendió a hablar castellano porque Mario le hablaba en alemán. No conoció la ciudad, ni pudo hablar más con su familia. Una vez libre, la mujer pudo comunicarse con alguien en la embajada alemana en Caracas quien a su vez, logró comunicarse con su familia. La señora mayor con los collares era su mamá que vino a buscarla desde Alemania. Ella pensaba que su hija había muerto. El manteco desapareció muchos años después, a Mario el canario nunca mas lo volví a ver ni a saber de él. Pero una cosa se mantuvo constante durante todo el tiempo hasta la muerte de mi abuela, unos sobres que llegaban a casa de mi abuela regularmente con fotos y cartas desde Alemania.

Marcos Sánchez Urquiola
Marzo 2.000

No hay comentarios: